Un Ancla En Las Estrellas

6:31 p.m.



El gigante de madera se avistó en el horizonte de la isla Mantra sobre las cinco de tarde. Ilian Garnev era el nombre de su capitán. Con treinta y cuantos años, era el único hombre sobre la mar capaz de llevarse cuanto botín deseara de cada puerto sin derramar una sola gota de sangre. Tenía el don de negociar, y la cantidad de riquezas que le generaba, lo habían convertido en una leyenda andante; un mérito destacado entre la estirpe marina… aunque la opinión general sobre su existencia no fuera unánime. En algunas islas favorecidas con presencia tecnológica, el apellido Garnev era sinónimo de debate; pero en aquellas donde aún se dependían de los barcos comerciantes para tener noticias del exterior, su vida y la reputación de sus hazañas, se daban por hecho.

Mantra era una de esas islas dependientes. No sólo porque sus habitantes creyeran en las leyendas de los marinos y además tuvieran la energía para heredarlas de generación en generación, sino también porque poseían su propio misterio andante: el Brujo. No había pruebas certeras de que se tratara de un hombre o un ente, pero de lo que sí había testimonio, era de la efectividad de su poder.

Durante los últimos diez años, Ilian había escuchado insólitas declaraciones de mendigos vueltos hombres acaudalados, enfermos mentales transformados en sabios oradores, náufragos moribundos reunidos de vuelta con sus familias, e incluso huérfanas vueltas letradas consejeras. Sin embargo,  aunque hubiera sido difícil encontrar un patrón entre las diferentes regiones, idiomas e intenciones de los aspirantes, sí había algo en lo todas las historias coincidían: lo que el Brujo pedía a cambio.

—Él puede concederte tu deseo, joven capitán, pero tendrás que pagarle. — Le había dicho una vez un ex viudo que había vuelto a encontrar la felicidad gracias al famoso personaje.

—¿Y qué es lo tanto pide? ¿Riquezas? ¿Un sacrificio?

El hombre había echado una carcajada y luego, tornándose serio, le contestó:

—Una historia. Pero no cualquier patraña inventada, chico. Debe ser algo auténtico... y a la vez grandioso. Más no te puedo contar, eso es algo que vives y ya.

Por aquel entonces, Ilian creía no poseer ninguna anécdota valiosa y, tal pues, que carecía de la inspiración necesaria para inventar algo de semejante calibre, decidió postergarlo hasta que el peso de los años lo llevaron de regreso al lugar en donde su reputación había empezado: la isla del Brujo.

Cuando su barco finalmente atracó, las olas azotaban el muelle con violencia, un poco recelosas del viejo adversario que volvía a invadir sus costas. El viento corría con urgencia, y la ligera fragancia a coco impregnada en la sal del ambiente desenterró en el capitán viejas memorias de un tiempo lejano en el que él no era más que el hijo de un pirata.

Veinte años atrás había llegado junto a su padre y su tripulación -lo más cercano que tenía a una familia-. La intención era la misma de siempre, acechar a los habitantes un par de semanas, hallar los puntos débiles de la zona y al final, saquearla. Su padre solía decirle que incluso los ladrones necesitaban trabajar en equipo y con estrategia para tener éxito; que a pesar de la mala reputación, la mejor recompensa era el estilo de vida libre de ataduras que los diferenciaba del resto de hombres comunes. El futuro capitán no entendía muy bien a qué se refería su padre cuando decía “libre de ataduras”, pero se limitaba a asentir y enfocarse en su tarea: robar pequeños suvenires. La noche en la que llegaron, el pueblo se encontraba de festejo, por lo que tendría una ventaja mayor.


—Vete a dar un paseo por el lugar y diviértete.— Era la frase en código entre su padre y él.

Curiosamente, el motivo de celebración aquella  noche era la hija del farero: Constanza; quien gracias a su natural bondad e inteligencia, era objeto de afección de cualquiera que la tratara. O eso era lo que se escuchaba. Verdad  o mentira, pensó que volverse amigo de una niña con tanta influencia podría ahorrarle muchas horas de búsqueda inútil. Así que resolvió observarla un rato entre los habitantes mientras ideaba una estrategia para llamar su atención. Decidió fingir un intento de robo a un puesto de panes a pocos metros de donde estaba la niña. La encargada estalló en histeria, pero antes de que los demás pudieran notarlo, ella intervino y lo excusó. Ilian había logrado su objetivo.

—No era necesario eso — dijo con expresión apacible, extendiéndole el pan. —Espero que te guste el coco, es la especialidad de la casa.

—Lo siento —se llevó un bocado a la boca con cierto recelo. —¿Es cierto que esta fiesta es tuya?

—No en realidad — señaló un cartel sujeto por dos cordones: en él decía "Honor a Nuestra Señora del Mar"—, es un agasajo en agradecimiento religioso. Los habitantes creen que mi nacimiento fue, lo que ellos llaman, un milagro.

—¿Y eso es verdad?

—No lo sé, aún no he hecho algo que valga la pena describir como tal.

Intercambiaron un par de palabras más y notó que era perspicaz porque acertó en varias cosas sobre él: entre ellas, que no sabía leer. Constanza le ofreció un trato: ayudarle a obtener los mejores descuentos en artículos a cambio de que se dejase enseñar. Ilian aceptó movido más por afinidad a la niña que por legítimos deseos de cultura.

Al día siguiente, salió a su encuentro. Una parte  de él deseaba que Constanza no llegara o que hubiera olvidado el acuerdo. No obstante, otra parte de él sabía que ella iría; había captado en sus ojos cierto destello sigiloso, anhelante de aventura, que hacía que su deseo por verla fuera más fuerte que su temor a lo que pudiera resultar de su nuevo lío. Llegada la hora acordada, ella apareció puntual. La luz del día revelaba los mejores rasgos de su rostro e incluso resaltaba sus rizos aclarados por la sal marina. Traía consigo un cuaderno, una manta y un lápiz.

—El truco detrás de los buenos descuentos es tu elección de palabras — extendió la tela sobre la arena—. Y la variedad la encuentras en los libros, así que es preciso que aprendas a leer cuanto antes.

—Pensé que tú ibas a conseguirme los descuentos.

—Por ahora, sí. Pero no sirve de nada que te dé los peces sin siquiera enseñarte a manejar la red.

Constanza prefería que la llamara Connie, pero con el paso de los días, él escogía el más extenso porque le gustaban los segundos de ventaja de le daba el tener el sonido de una sílaba más entre los labios. Lo sentía como si de esa forma pudiera conservar el recuerdo para cuando tuviera que partir otra vez. No sería fácil desprenderse de ella y del pueblo con su singular centro. Pocas veces en su vida había llegado a islas que sobresalieran por sus accidentes geográficos. En el corazón de Mantra, las casas estaban agrupadas a lo alto de un cerro, separadas por senderos tan estrechos que daban la apariencia de estar construidas unas sobre otras. En las faldas del mismo, se encontraban las panaderías, restaurantes de comida local y tiendas de abastecimiento; las casas de suvenires repletos de artesanías se hacían lugar a medida que se ascendía, mientras que los hoteles (que en realidad eran casas con cuartitos de alquiler) guardaban las zonas más altas, aunque también había algunos alejados de la costa, de precios económicos, en donde las personas como él y su padre se alojaban.

Afortunadamente, las palabras de los libros eran gratis y el acceso a ellos en la casa comunal, también. Entre arena y letras, las horas se convirtieron en días y los días en semanas. La a y la o dejaron de ser simples círculos vacíos y se volvieron la clave para descifrar el enigma que suponía el arte de la compra y la venta. A Ilian le sorprendió su nueva habilidad y poco a poco las mentiras hacia su padre respecto a lo que hacía todo el día se volvieron una manera sutil de ocultarle su más valioso descubrimiento. No obstante, conforme sus excusas se volvían más elaboradas y su repertorio se iba llenando de palabras extrañas, las sospechas de su progenitor aumentaban, aunque, cual niño, hubiera tenido la cabeza muy por encima de la tierra como para advertirlo a tiempo.

Durante una de sus últimas tardes en la isla, antes de la puesta del sol, su amiga interrumpió la improvisada sesión de estudios.

—¿Quieres ver la mejor puesta de sol? Sé de un lugar donde la vista es impresionante. Ven conmigo.

La casa y la torre del faro estaban lejos de la zona céntrica del pueblo, en su propio islote, al otro lado de la isla.  Para llegar, los dos niños atravesaron el pueblo. En su camino, evadieron todo tipo de personas: las que saludaban a Constanza, las que lanzaban miradas sospechosas hacia Ilian y las que murmuraban acerca de haberlos visto juntos por la playa las últimas semanas -para bien y para mal-.
Trató de pasarlo por alto, pero era evidente que el contraste entre él y ella era demasiado llamativo para no ser objeto de comentarios; la palidez de su piel jamás le permitiría pasar desapercibido en aquella tierra de seres piel dorada.

Siguieron la senda del rompeolas, bordeando el cerro hasta llegar al muelle. A partir de allí, remaron. Constanza confesó que la ausencia de un puente le hacía sentir su hogar como un lugar aislado pero seguro. Por dentro, la cabina principal era más amplia de lo que parecía desde tierra, tal vez por efectos de la vidriera. Constanza giró una manecilla de bronce y abrió una ventana. Tomó con timidez de la mano de Ilian y le mostró lo que había del otro lado.

—Valió la pena el viaje, ¿no lo crees?

—Ventajas de ser tu amigo.

Frente a ellos, el sol y el horizonte se fundían en uno solo en antesala del espectáculo lunar. Ilian observó a Constanza por el rabillo del ojo, su mirada era una sola con ellos. Antes de que se diera cuenta, devolvió la vista al mar. Entonces ella lo observó a él. Ilian la pilló. O ella se dejó pillar. Él tomó con su dedo índice un mechón de su cabello contemplando cómo resplandecía ante los últimos rayos de luz. Estaba tan cerca que podía percibir la frecuencia de su respiración. El tiempo se le terminaba en todos los sentidos.

Una idea  varias veces meditada se cruzó por su cabeza.

Resuelto a hacer algo valiente por primera vez en su vida, se inclinó hacia ella y la besó. De repente todo se volvió más vívido, más intenso: los aromas, las sensaciones, los olores y los sonidos; el olor a moho y cemento, las olas rompiéndose. Aquel momento era suyo, así fuera el único que podría permitirse mientras estuviera bajo la rudeza de su realidad. Se separó de ella, sopesando las palabras que le tocaba decir a continuación. No hizo su mejor elección.

—Constanza, ¿crees que podrías perdonarme un secreto?

—Ventajas de ser mi amigo.

Le dijo la verdad, que en realidad  sus intenciones no habían sido encontrar descuentos, sino hurtar lo que pudiera hasta recolectar suficiente información para que su padre supiera dónde y cómo robar el último día. Que no era parte de una familia, sino de una tripulación  y que una vez que su padre lo ordenara, lo tomarían todo por la fuerza y mucha gente moriría; que a eso era a lo que se dedicaban, y que había creído que aquel también sería su destino hasta que aprendió a leer con ella.

La niña escudriñó su expresión tratando de encontrar algún rastro de falsedad en sus palabras. Se mantuvo callada varios minutos.

Finalmente, le dijo que tenía una idea para un plan en el que él pudiera burlar a su padre y quedarse en la isla. Se encontrarían, al día siguiente, para ver los detalles. Ilian dudaba de que hubiera una forma de lograrlo, pero quiso engañarse y aumentar sus posibilidades sin mucho realismo. Sólo quería más oportunidades para verla; si el plan funcionaba o no, poco le importaba.

De vuelta a casa, la realidad le asestó un golpe seco al divisar a su padre esperándolo a pocos metros de la orilla del puerto.

—Entonces eso es lo que nos vamos a llevar.

Ilian sintió la sangre bajarle hasta los pies. Trató de pensar en una excusa que dejara a Constanza fuera de la oración. Le horrorizó notar la mirada maliciosa de su padre, que en ese instante empezaba a creerse dueño de un botín mucho más valioso que el dinero o los minerales. Caminaron a la hostería en silencio. Hasta ese día, había sentido alivio cuando su padre se guardaba el sermón y los golpes porque sólo tenía que asegurarse de que se juntara con sus amigos y se emborrachara para que se olvidara hasta su propio nombre. Pero intuyó que aquella vez no bastarían un par de tragos para arrancarle de la cabeza su nueva obsesión. Y no es que Constanza fuera una mujer -al igual que las anteriores-, pero por la forma en la que se le había torcido la mirada a la bestia, supo que no le importaría que no lo fuera. Tendría que pensar en una forma de advertirla sin tener que verse, y para ello sólo disponía de las horas que le quedaran hasta el amanecer.

Esa misma noche, en algún momento de la madrugada, despertó con el sudor recorriéndole las sienes. Encendió la luz y notó que la cama de su padre estaba vacía. Tratando de contener el aliento y la calma, salió al recibidor del hostal. El encargado del lugar no aparecía, haciéndole temer lo peor. Dejó el lugar en busca de su padre. Gritó su nombre tratando de convencerse de que quizá sólo estaba perdido y bebiendo por ahí, que lo hallaría en alguna orilla en medio de una ruidosa carcajada, en el mejor de los casos, con una mujer. Nada. Tocó la puerta en las casas aledañas, pero la gente parecía ignorarlo a propósito, como si estuviera escondiéndose de algo mucho peor que él. Una estela de humo a lo lejos captó de pronto su atención. Constanza.

El caos se asomó en su campo visual antes de lo que hubiera preferido. Trozos de vidrio esparcidos a lo largo del sendero frente a las casas comerciales, la gula del fuego devorándolo todo y el llanto lejano pero desgarrador de algún nuevo huérfano, lo acompañaron durante su breve trayecto. Sus pies descalzos lloraban con sangre por haberse llevado la peor parte.  Sin embargo, ya habría tiempo para mirar atrás, sentir el dolor y quejarse como el niño que era en el fondo. La prioridad era llegar al faro a tiempo e impedir lo que sea que tuviera su padre en mente.

La casa de Constanza ardía en llamas. Las cenizas arrojadas por la madera estaban impregnadas en el aire, tornádolo pesado y difícil de inhalar. Dirigió su esperanza a la cabina de la torre.  Un ruido sordo lo contuvo. Un disparo, un vidrio quebrándose y una figura robusta cayendo de la torre del faro directo hacia la boca del océano. El farero.

Se obligó a atravesar la escalera espiral, con más temor que valentía. Constanza, un peldaño. Constanza, cinco peldaños. Constanza, veinte… su débil fisionomía tropezó con una masa sólida y pálida, una versión sombría de él. Era su padre huyendo de algo.

—¡Nos largamos!

—¿Dónde está Constanza? ¡Qué le hiciste, bestia!... ¡Constanza! —Sus gritos no obtuvieron respuesta por parte de ninguno.

—Tu pequeña amiga es un demonio y lo que le suceda, seguro se lo merece.

Él no entendía, pero empleó todas sus fuerzas en intentar soltarse del agarre del hombre. Fue inútil porque a cada intento, lo único que lograba era recordar su naturaleza: demasiado joven para poder con él. Quiso pensar que bastaría con la fuerza de su enojo, como les pasaba los héroes literarios de Constanza, pero conforme la luz de la torre se iba confundiendo entre las estrellas y su lejanía, el impulso en su interior era sofocado por un creciente nudo en la garganta.

A bordo, la isla parecía una insignificante gota de fuego en medio del mar tragándose la única y última astilla de esperanza que hasta ese momento había albergado. La impotencia y la frustración lo consumían. Él nunca había accedido a esa vida, a tener un padre así, tampoco a conocer a Constanza bajo esas circunstancias. Ni siquiera había podido despedirse de ella apropiadamente.

—¡Ya no seas marica, hombre, que mozas hay en cada puerto! —Su padre y el resto de sus hombres rompieron en carcajadas nerviosas.

A partir de ese día, durante el transcurso de su juventud, no volvió a la isla. Nadie la mencionó otra vez.  El nombre "Mantra" pasó a formar parte de una extensa lista de puertos de abastecimiento cuya cuenta Ilian perdió con el paso de las estaciones. Entretanto, el cambio de estatura y el brote de otros atributos, le infundieron una irónica aversión por los faros y los días soleados, por lo que antes de cumplir veinte años ya tenía surcos en medio de las cejas, dándole una apariencia más madura y sombría, a juego con la reputación de su predecesor.  No volvió a mencionar el nombre con C, y hasta que heredó el navío, evitó las puestas de sol. De adulto, su primer gran logro fue convencer a la tripulación de comerciar legítimamente, reemplazando el temor de los hombres de su fallecido padre, por genuino respeto. Aprendió, entre tanto, el arte de la conquista fugaz y lo empleó con desespero durante las noches de extrema soledad. Tampoco se permitió permanecer en el mismo lugar por más de un mes, no fuera a ser que le surgiera una nueva ancla.

La isla, por su parte, también se ganó una reputación durante el lapso de su ausencia. Al capitán, se le hizo rutina escuchar el funesto origen del Brujo que la custodiaba. De acuerdo a lo que él sabía y a lo que la gente decía, una noche un grupo de piratas la zaqueó y, entre tantas víctimas mortales, estaba el farero del lugar. El hombre de mediana edad, había dejado a una niña en la orfandad, de quien se aseguraba que, incapaz de soportar la pena, deambuló un par de años sola por la isla hasta desaparecer sin dejar rastro. El Brujo había llegado a habitar la torre poco después. Nadie nunca lo vio llegar.

El día de su regreso esperó el anochecer para encontrarse con el Brujo. Al parecer, gran parte de su fama se debía también a sus estrambóticas exigencias. "El que puede, puede", pensaba el capitán. Si las historias eran ciertas, sabría qué paso, ruta y desvío tomar.

La puerta de entrada a la torre se abrió al segundo toque. Unos ojos verdes lo recibieron con recelo y lo condujeron hasta una habitación antes de la cabina principal. Una vez allí, lo detuvo y le indicó el proceso a seguir.

Sintió una extraña nostalgia al cerrarse la puerta tras él. Aquel lugar era una de las cámaras de la torre que jamás llegó a conocer de chico. La contempló por un instante. Había repisas de madera improvisadas donde se exhibían suvenires de diferentes regiones del mundo: muñecas rusas, colgantes chinos, tótems africanos, cerámica indígena de América y la India. Ilian supuso que eran de agradecimiento, porque a él le habían pedido llevar a cambio sólo una historia.

Empezó el ritual, según lo indicado. Se quitó los zapatos. Tomó dos varillas de incienso de coco de una mesilla a su izquierda y lo encendió con la llama de uno de los candelabros de bronce envejecido empotrados en la pared. Los colocó sobre una bandeja a su derecha. Se arrodilló sobre un cojín, la esponja tenía grabada la forma de otras cientos de rodillas, pero el aroma a coco lo volvía todo más agradable, incluso el calor de esa noche de verano. Dijo su nombre en voz alta —como le había indicado la muchacha— y no esperó al Brujo para empezar a utilizar la máquina de escribir que tenía en frente. No comprendía por qué ese sujeto necesitaba una historia escrita para juzgarlo digno de un deseo. ¿En dónde radicaba su poder en realidad? Tal vez estaba siendo timado, tal vez todo era una especie de show hipnótico y la historia era solo fachada...o el papel tenía algún alucinógeno. Descartó la idea y continuó escribiendo. Lo hacía sentir un poco incómodo saber que detrás de la cortina frente a él, se encontraba el mismísimo Brujo esperando.

Alrededor de dos horas después, terminó. Tocó la mesa tres veces para indicar que estaba listo  para leerla en voz alta. El Brujo le respondió con un toque desde su escondite. Ilian se sintió inseguro, pero continuó con la segunda línea. Le narró con cuidado la tragedia de un muchacho enamorado y un hombre arrepentido. Por un momento, pensó que sería interrumpido, pero un atisbo de intuición le empujó a continuar de todos modos, como si supiese que sus palabras eran el gancho que mantenía al vilo la atención de su interlocutor. A medida que avanzaba, trató sin éxito de refrenar el nudo en la garganta. Ya no era el gran negociante y capitán Ilian Garnev el que hablaba, sino el niño asustadizo y presuroso que no llegó a tiempo a la torre, con la terrible certidumbre de enfrentarse a un viaje del que no habría alegre retorno. Antes de llegar al culmen del relato, se aferró al papel comprendiendo lo que acababa de suceder. No es que el Brujo tuviera poderes mágicos, es que tenía la habilidad de ayudar a las personas a encontrar la solución en ellos mismos: a través de la historia de sus vidas.

—¿Cuál es tu deseo?

La muchacha había dicho que el Brujo sólo se comunicaba por sonidos. Si después de la historia tocaba tres veces, significaba que el deseo se cumpliría; si tocaba una sola vez, sin embargo, tenía que llamarse a la ayudante —lo que probablemente era una negativa—. Pero sobre hablar antes de tocar…, no estaba muy seguro de qué hacer al respecto.

—Quiero saber qué pasó con ella. La chica de mi historia.

Reinó un silencio eterno. A punto de ponerse de pie, con la intención de marcharse ante la evidente negativa, el Brujo tocó tres veces. El capitán preparó la máquina de escribir para que pudiera responderle. De repente, las cortinas que los separaban se abrieron. Una presencia menuda lo sorprendió. Estaba cubierta de los pies a la cabeza por una capa marrón visiblemente pesada. Se arrodilló frente a él sin alzar la cabeza, y se echó para atrás la capucha revelando su rostro. Entonces, sólo entonces y sin necesidad de palabras, Ilian supo qué había pasado con Constanza.


FIN




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