Azul pálido

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Han pasado diecisiete días desde la última lluvia, que no fue lluvia sino tormenta eléctrica. Ahora el cielo está seco y teñido de azul pálido, descolorido como un trapo que poco importa y se olvida bajo el sol. Algunos atribuyen su color a la ausencia de esmog y se alegran dentro de sus cuatro paredes, con sus cuatro seres queridos, pensando en que al fin tiene la tierra su merecido descanso. Lo postean hasta el cansancio y tú lo escuchas, queriendo alegrarte también, unirte a la sedación colectiva, pero no puedes porque el cielo te ha confiado un secreto.

Diez más siete días han pasado desde que viste a aquella muchacha en el metro con el cabello humedecido, frunciendo por haber dejado la sombrilla en casa. Alta, bien parecida, a la puerta de sus veinte. Apenas te divisó, su gesto se suavizó y te cedió su lugar. Se parece a mi nieta, pensaste. Las has recordado hoy a ambas desde la cama del hospital. Es rígida y chilla al mínimo movimiento. Accionas el mecanismo con esfuerzo y consigues ajustarte a la altura del ventanal. La vista del noveno piso te devuelve a la realidad: el cielo está de celeste pálido y las nubes, más blancas que nunca. Hoy no habrá muchachas empapadas y parece que a las palomas eso las alegra, parece… porque ellas también conocen el secreto: el azul del cielo no es por quienes se alegran, sino por quienes están decolorándose por dentro.

Me estoy destiñendo, dices, y no es figurativo. Literalmente estás cada día un tono más cerca de fenecer. Crees que al llegar a blanco todo acabará, sin nadie a tu lado para llorar tu metamorfosis. Pero ignoras que el blanco siempre es punto de partida, que no todos los “trapos” perdidos se dan por olvidados y que aún en la hora más oscura –la más clara del día para ti–, en nombre del mismo cielo, hay alguien que hace sonar sus teclas vertiendo su alma en palabras, con la esperanza de que te alcance y toque aquellos lugares donde el contacto físico –del que ahora estás impedido– no llegó jamás. Ignoras que el cielo ha escogido ese azul pálido no porque te compadezca, sino porque te vela y te prepara con ternura el lugar que ocuparás cuando cruces el umbral de los colores y te hagas uno solo con él.

Ahora que lo sabes, quizá empieces a intuir que este zarco, tan brillante como pálido, no es el reflejo del ocaso de tu vida, sino la aurora que enmarca el horizonte de tu nueva y prometida existencia.







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